La norma europea ECE/ONU R22 es la que regula la idoneidad de los diferentes tipos de casco que podemos adquirir. En el interior lleva cosida una etiqueta que si cumple esa normativa lleva la letra seguida de un número. El número indica en qué país ha sido homologado. A España le corresponde el número 9,  pero son válidos cualquiera de los 50 números que se corresponden con otros tantos países adscritos a esa homologación. A ese marcaje le siguen una serie de números que indican determinados extremos y una letra que nos indica el nivel de protección. La “P” ofrece el mayor grado, suelen tenerla todos los cascos integrales, “N/P” que ofrecen una protección inferior y que carecen de protección en la barbilla, por último está la “J” la de menor grado de protección y que suelen llevar los modelos abiertos.

En competición la FIA y la FIM establece fechas de caducidad para los cascos, cosa que no ocurre en los cascos para uso convencional para los que no se establece una fecha concreta. Sin embargo, fabricantes y expertos recomiendan proceder a su sustitución a partir de los cinco años. Dependiendo del material utilizado unos mantienen sus propiedades mejor otros. Los de material plástico se deterioran antes que los de composite. Pero en cualquier caso la sustitución es obligada tras cualquier impacto. Hemos de valorar que el casco está desarrollado para absorber la energía de los impactos con lo que cualquier golpe puede provocar daños estructurales no visibles.

En cuanto a los cinturones de seguridad tampoco tienen una fecha de caducidad, pero en este caso es más evidente ver su deterioro. Están fabricados con fibras de nylon trenzadas con objeto de que tengan una elasticidad controlada que proporcione una retención progresiva. La textura del cinturón nos permite valorar su estado. Cuando empieza a ponerse rígido es menos elástico, su protección es menor y pierde carga de ruptura. Como regla general conviene valorar su sustitución cada 10 años y siempre después de un accidente en el que haya recibido una carga relevante. Al estirarse, las fibras transforman esa energía en calor y pierde flexibilidad.