Sin embargo, las señales se fueron apoderando del mundo. Todo el mundo quería decir algo y ponía una señal. Luego, por supuesto, nadie la iba a quitar ya nunca.

Pasa hasta con las señales del coronavirus. España sigue llena de marcas en el suelo, en paredes, puertas y suelos. Las señales se pusieron con celeridad. Salvaban vidas. Pero quitarlas, ya, da pereza. Nadie va a morir por una señal de más, así que las prisas que hay por ponerlas desaparecen por retirarlas.

Tenemos nuestras carreteras llenas de señales. Y nuestras ciudades están tomadas, absolutamente invadidas, por las señales.

Es hora de empezar a quitar la gran mayoría. Por seguridad, porque tantas señales hacen que las importantes pasen desapercibidas. Por estética, porque lo tapan todo. Por economía, porque hay que mantenerlas y limpiarlas (allí donde el mantenimiento se realiza). Y por movilidad, porque las aceras llenas de señales que complican la vida a los peatones, a todos, y no digamos ya a las personas con discapacidad, a los carritos de bebé, a los mayores.

Resulta muy absurdo, por ejemplo, que nuestras ciudades aparezcan plagadas de señales geográficas. “Plaza Mayor”, con una flecha a la derecha. ¿En serio? Los residentes saben dónde está y los visitantes se hacen llevar por un guía, se llame taxista o teléfono móvil.

Es verdad que, en algunos casos, una señal geográfica en una ciudad, puede ayudar. Pero para ese caso concreto, cada día más remoto, tenemos millones de señales en toda España que afean las ciudades y no dejan verlas, complican los itinerarios a los peatones y lo salpican todo de postes y carteles.

Tampoco hace falta recordar en todas las calles estrechas que se circula a 30, ni en todas las autopistas que se circula a 120.

Quitando las señales poco valiosas, el resto se verían mucho mejor. Un “prohibido adelantar” es muy importante. O un “curva peligrosa”, sólo si realmente es peligrosa. Porque, a menudo, fue peligrosa, pero se reparó y la señal quedó ahí “por si acaso”.

Tenemos el mundo lleno de señales. Tantas señales que los árboles no nos dejan ver el bosque. No vemos nada.

Con el mundo lleno de señales, las administraciones duermen tranquilas porque ya han informado al ciudadano de todo y ya no se sienten responsables. El objetivo de las señales debe ser otro. Deben ser excepcionales, y avisar de circunstancias excepcionales. Es importante señalizar lumínicamente un paso de peatones oscuro. Y no lo es que en cada esquina haya tantas señales de dirección, precaución, recomendación y publicidad que acabemos por no ver esa señal lumínica que marcaba el paso de peatones.

Un ejemplo más claro… ¿De verdad tienen utilidad las señales de fondo azul en carretera? ¿Las que son recomendaciones? “Usted puede ir a 100, pero le recomendamos que vaya a 80. ¿En serio? Lo recomiendan para, ¿qué tipo de coche? ¿En qué condiciones climáticas? ¿A qué hora? ¿Cualquier conductor? La “prohibición”, obviamente, tiene sentido. La “recomendación” universal de fondo azul es un anacronismo. Y, ¿en las ciudades, hay que pintar en el suelo y a la vez poner señalización vertical si no se puede aparcar? ¿De verdad las señales geográficas quieren competir con Google Maps para hacernos llegar al centro de la ciudad, o a tal o cual hotel?

Tal vez, en el Siglo XXI, hay que hacer algo más que llenarlo todo de señales.

Hay que empezar a quitarlas.