El consumo de noticias se ha vuelto cada vez más complejo. Del lado de las redes sociales, se ha vuelto incidental: ocurre por accidente porque nos informamos sin querer mientras buscamos otra cosa.

Del lado de los buscadores –es decir, de Google– la información que nos llega es una profecía autocumplida: encontramos lo que buscamos porque es lo que estábamos buscando. Existe poca conciencia de que los resultados de Google siguen un criterio de popularidad, no de veracidad, que no es lo mismo.

En paralelo, cada vez más noticias se leen y comparten en redes de mensajería privada como WhatsApp. Se trata de una información de interés público, pero consumida de forma privada con una expansión y efectos difíciles de medir hasta ahora.

WhatsApp ha capitalizado el discurso político a nivel privado, al igual que lo ha hecho Twitter a nivel público.

En ese cúmulo de complejidades la desinformación se desenvuelve a sus anchas. Es un ecosistema perfecto para que la identidad de los medios creíbles se difumine mientras que la de quienes se dedican a contaminar se multiplique y ramifique por todas partes.

En las próximas semanas navideñas, que se presumen de nuevo intensas en cuanto al consumo de información por todos los canales mencionados, tendremos seguro un aluvión de desinformación.

Dejamos aquí algunos consejos y recordatorios para no compartir información dudosa:

1. Cuidado con las conspiraciones

Creerse que “esto no lo verás en los medios” es tentador, pero suele ser falso. Nos gusta pensar que estamos siendo objeto de grandes conspiraciones mediáticas y geopolíticas para que no nos enteremos de algo porque “no les conviene”.

La verdad siempre es más sencilla y suele obedecer a dos razones: o es falso o sí salió en los medios, pero no nos enteramos.

2. WhatsApp no da exclusivas

Llega la cura del cáncer u otra gran noticia y se entera primero por los contactos de WhatsApp. Es un poco extraño, ¿no? De ser cierto ya la habría visto abriendo portadas de diarios, informativos de televisión o boletines de radio.

El ecosistema mediático es un entramado holístico donde todos los medios y canales se retroalimentan constantemente. Si una información bomba no es replicada por la mayoría de periódicos, radios y televisiones es mejor poner en cuarentena su veracidad.

3. Ojo con lo que apoya nuestra ideología

Quienes promueven la desinformación saben que nos movemos por emociones, sobre todo aquellas que nos reafirman. Por eso debemos ser especialmente cuidadosos con este tipo de afirmaciones.

Lo explicaba este verano en una entrevista María Sánchez Díez, Editora de Operaciones en The Washington Post: “La gente siempre ha buscado información que refuerza sus creencias previas, eso no es nuevo. Lo nuevo es el alcance que pueden tener esos contenidos en el actual escenario de medios”.

4. La crisis nos vuelve crédulos frente a los bulos

Ya sea por indignación, rabia, impotencia o malestar general, parece que en las etapas de crisis social somos más propensos a relajar la vigilancia y creernos las mentiras.

En un reciente estudio de la Universidad Católica de Chile sobre más de 1 600 adultos se encontró que durante el estallido de la crisis chilena hasta un 46 % de personas creyeron en noticias falsas. En Estados Unidos, con un estudio similar en 2016, el porcentaje fue solo del 8 %.

5. Si no parece humano es porque no lo es

No hay dos personas en el mundo que piensen y se expresen igual, por eso son tan extrañas las cuentas que reproducen exactamente el mismo mensaje en momentos similares. Cuesta poco detectarlas y son millones porque no son seres humanos, sino robots. Los famosos bots.

Un estudio de la Universidad de Virginia (PDF) demostró el papel de estos bots durante la campaña presidencial de 2016 en Estados Unidos. Estos programas difundieron bulos y fueron una de las claves para que se convirtieran en mensajes virales en muy poco tiempo.

6. Google no es un lugar

Por su posición monopolística como buscador y gestor de muchas de nuestras actividades digitales, Google se interioriza en el imaginario colectivo como un lugar en sí mismo o, en el peor de los casos, como una ordenación jerárquica de contenidos veraces.

Esta forma de entender internet no está relacionada con el nivel de educación: incluso en jóvenes universitarios todavía es normal que contesten que algún material lo han “sacado de Google”.

Por ello es necesario recordar que Google, y por extensión Facebook y Twitter, no es más que una autopista que nos señala diferentes caminos. Esto nos ayudará a ver sus resultados con un sano escepticismo. No son lugares, sino más bien embudos.

Las llamadas a la responsabilidad que tiene cada usuario en internet son cada vez más frecuentes. Son útiles porque cada vez que hablamos de algo malo en las redes sociales lo hacemos en tercera persona, cuando no se llaman así porque las hagan otros, sino porque las hacemos entre todos. Es decir, nosotros. La audiencia no debería renegar de su capacidad para distinguir entre aquello que es fiable de lo que no lo es.

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Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.