Creo que cabe afirmar dos cosas sobre la digitalización que no se han dicho todavía, o no bastante. La primera es que es una especie de forma de gobierno absoluta. Gobierno, porque tiene una capacidad ordenadora, de establecer buena parte de las normas que orientan la vida de las personas sin apenas interferencia de las instituciones legítimas. Absoluta, porque este gobierno se excluye a sí mismo de los dispositivos con los que domina, del mismo modo que el tirano no se aplica a sí mismo la ley que crea. De esta forma, los ingenieros de Silicon Valley educan a sus hijos sin la tecnología que presentan ante millones de usuarios como positiva y conveniente.
La novedad de este gobierno es que no obliga de forma burda como el tirano que domina con la pura fuerza de la coacción. Es una forma de poder mucho más fuerte, pero mucho más sibilina y amable, que dirige nuestras conductas desde la interioridad. La ordenación de la vida procede del agrado, del Me gusta y la personalización. Es un gobierno de lo interior, que actúa desde la psique gracias a los macrodatos. Este gobierno de facto e ilegítimo tiene hoy alcance mundial.
La segunda tesis es que esta forma de gobierno tiene como resultado una tendencia a la animalización del ser humano, a convertirle en un animal digitalis. Esto es central desde el punto de vista de la producción de la comunicación. Si el hombre se parece a la máquina, se comunica poco porque ésta nunca está impulsada por adicciones, es siempre funcional y sobria. La comunicación animal y adictiva, en cambio, es potencialmente ilimitada.
El mito de la neutralidad
A veces se piensa que las cosas son neutras porque se pueden utilizar para una cosa buena o mala, como un cuchillo para cortar comida o dañar a otro. Esto es una verdad a medias y tiene como consecuencia no hacer juicios sobre cómo son las cosas sino únicamente sobre cómo se utilizan. También ocurre con las redes: Facebook no es malo porque lo uso bien. Como el cuchillo, puede usarse bien o mal.
Esta visión parece considerar al ser humano como impermeable a las cosas que le rodean, como si todo se redujera al uso que uno hace de ellas y no, por decirlo así, lo que ellas hacen con nosotros. De lo que no cabe duda es de que las cosas se diseñan con determinados propósitos.
Ocurre igual con la arquitectura, que es el arte de crear espacios con propósitos determinados. Cuando un arquitecto distribuye los espacios condiciona de forma significativa la vida de los que vivirán en ellos.
Un ejemplo. A finales del siglo XVI, cuando surgió una mayor sensibilidad hacia la intimidad familiar, proliferaron los corredores que permitían a la servidumbre circular sin ver a los amos, y viceversa. Podía aprovecharse el corredor para hacer el bien o el mal, pero en nada cambia esto que fuera un condicionante que permitió mayor intimidad.
Con la tecnología digital ocurre lo mismo. Puede usarse de muchos modos, pero esto no quita que nos condicione. Si la tecnología digital no es neutra, cabe preguntarse: ¿nos hace mejores? Respondamos a ello con las dos tecnologías principales, según la distinción de Frank Pasquale: las primeras buscan conocernos por completo, las segundas hacernos adictos.
Las tecnologías que buscan conocernos por completo son las “tecnologías de la reputación”: nos evalúan, miden, puntúan y predicen nuestro comportamiento. Paradigma de ello es el sistema de crédito social chino. Por su capacidad de conocer la salud de la persona, la reputación ha permitido a muchos países de Asia controlar mucho mejor la pandemia de la covid-19, aunque naturalmente a expensas de la intimidad de las personas.
Junto a la reputación están las tecnologías que buscan mantenernos ante la pantalla. Configuran lo que aparece en pantalla para hacernos adictos. Son las llamadas “tecnologías de búsqueda”. ¿Y qué se nos muestra? Basado en los macrodatos, se personaliza la pantalla por completo y se nos muestra solo lo que nos gusta. La pantalla está absolutamente personalizada o, en términos más precisos, permite una manipulación absoluta.
Las consecuencias saltan a la vista. Si solo vemos en pantalla lo que nos gusta, nos hacemos narcisistas y el mundo se subjetiviza. Es tal la carga de subjetividad que nos volvemos hostiles a las verdades de hecho antes comúnmente aceptadas pero que no nos resultan estimulantes. Esto es una seria amenaza a nuestro sentido de comunidad que se basa en la existencia de un mundo común objetivo y compartido. ¿Qué realidad común cabe si el mundo se nos presenta personalizado?
Animal digitalis
Hannah Arendt señala en su ensayo más importante sobre filosofía de la tecnología el grave peligro del cientificismo. Ella ve el cientificismo como el problema de que se diluyan las diferencias entre hombre y máquina.
Arendt anuncia, además, la posibilidad de que esta disolución de diferencias lleve a que el lenguaje humano se vuelva matemático y formal, sin significado alguno, al modo de la máquina. Esta matematización de la comunicación llevaría a ser parcos y funcionales, los seres humanos se confundirían con las máquinas.
¿Nos comunicamos como máquinas? Mi tesis es que no. Al contrario, la digitalización crea adictos que no paran de comunicarse digitalmente. Y no con signos matemáticos, que llevarían a ser funcionales como las máquinas, sino mediante un lenguaje emocional propio de animales. Es decir, es una comunicación animalizada porque el hombre, en cuanto animal, es susceptible de adicción y la adicción lleva a repetir conductas compulsivamente. Esa repetición en el ámbito digital es productora de datos, lo que genera enormes beneficios.
En este sentido, la comunicación digital tiene una serie de rasgos que tienden a animalizar al ser humano al hacerlo: adicto, emocional, transparente, encerrado en el presente y solitario. Estos rasgos, combinados entre sí, configuran al animal digital.
Primero, la digitalización es adictiva porque la tecnología digital es adictiva por diseño. Se ha probado que el smartphone o teléfono inteligente imita con gran éxito las máquinas tragaperras de Las Vegas. El propósito del diseñador es aquí de la mayor importancia: aumentar siempre el tiempo del usuario ante el dispositivo.
Segundo, la adicción procede, en buena medida, de la emoción digital. La emoción, en cuanto vinculada a los instintos, es algo que compartimos con los animales inferiores y que se distingue del sentimiento, como algo que compartimos con los superiores. La emoción se relaciona con la psique y con los circuitos automáticos del cerebro y se distingue de los sentimientos en varios sentidos.
La emoción es efímera, situacional y performativa, lleva a actuar, a reenviar contenidos, etcétera. El sentimiento, en cambio, es estable, duradero y se refiere a la realidad objetiva. No lleva necesariamente a comunicar, como el sentimiento del duelo que puede llevar a lo a contrario, a recogerse. La emoción se deja explotar económicamente por este nuevo capitalismo, el sentimiento no.
Tercero, el carácter transparente del ser humano. El individuo se exhibe voluntariamente, pero también es desnudado por completo por la llamada inteligencia artificial. El individuo se vuelve transparente ante la máquina. Esta puede saber con gran precisión, por ejemplo, en qué momento se encuentra emocionalmente más vulnerable un adolescente. Este conocimiento del interior del individuo permite a los dueños de la máquina controlarlo desde dentro, desde su psique, al conocerlo mejor que él mismo.
Cuarto, la tecnología digital coloca al individuo en una soledad ocupada. Estar solo en algunos momentos es necesario para el ser humano, porque permite reflexionar. El problema de la soledad digital es que, por un lado dificulta las relaciones significativas con otros (al introducir siempre un intermediario, la máquina) y, por otro, nos tiene permanentemente entretenidos de modo que no podemos reflexionar. Por esta razón, es una soledad ocupada. Es decir, nos mantiene siempre alterados, algo que, como vio Ortega, es propio de los animales.
Quinto, la reducción al presente. El tiempo real permite que vivamos un presente aumentado o, vayamos “de un presente a otro”, como dice Byung-Chul Han, sin dimensión de la temporalidad. Este encierro en el presente es una muestra de animalización; es más, es propia de animales inferiores. Estos carecen de thymós, valentía, para posponer el presente placentero. El thymós está abierto a la memoria, la experiencia y la proyección al futuro. La tecnología digital tiende a animalizarnos como animales inferiores, al dar prioridad total al placer en el presente (epytimía).
Me parece que, no necesariamente de forma aislada pero sí combinados, estos rasgos tienden a animalizarnos. Ninguno de ellos es exclusivo de lo digital, sino manifestación de una tendencia más amplia que han detectado pensadores, filósofos, sociólogos o psicólogos desde hace décadas.
Sin embargo, en este momento la animalización permite que el capitalismo de la vigilancia, que es la nueva mutación del capitalismo iniciada a principios de siglo, siga funcionando para beneficio de los muy pocos y a expensas de millones.
Quizá deberíamos desviar la atención de la tecnología y empezar a centrarla en lo que está haciendo con nosotros. Ante los gobernantes del dígito y la máquina urge un nuevo orgullo de ser humano.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.