El confinamiento obligó a muchos artistas poner en pausa sus proyectos laborales, por la incapacidad de representar sus obras frente al público, pero también a reinventarse.Al igual que en el ámbito musical surgieron numerosas iniciativas como los ‘festivales’ virtuales, en el mundo del teatro, dramaturgos como el griego Elias Adam también probaron a sustituir las tablas de los teatros por las pantallas de los ordenadores.
En su caso, comenzó con una actualización de la historia clásica de Hamlet y Ofelia, pero a través de mensajes de Facebook o vídeos de YouTube. Ahora, la tecnología se ha convertido en una parte esencial de sus obras.
Según confiesa Adam en una entrevista con Levanta la Cabeza, el arte “necesita ser relevante para conectar con la gente”. Por ello, busca crear narrativas relevantes sobre tecnología, porque está “dominando” nuestras vidas.
Con esta premisa ideó We Are In The Army Now (Ahora estamos en el ejército), espectáculo que estrenó mundialmente en los Teatros del Canal madrileños el pasado 27, 28 y 29 de enero. La obra personifica en cuatro “superhéroes” de la Generación Z temas como la sexualidad, la brutalidad policial, las cuestiones de género o el medioambiente.
Unos paisajes oníricos y extraterrestres se proyectan en la pantalla. Unos bidones azules, un teclado y un iPhone gigante sobre un paso de cebra conforman el escenario, que incluye una pantalla rectangular en lo alto, donde se muestra simultáneamente la traducción de los diálogos al castellano. Sí, la obra se representa en su idioma original: griego e inglés.
Pero en We Are In The Army Now lo importante no es lo que se ve, sino la esencia que envuelve la obra. No busca mandar un mensaje de reflexión concreto, sino “recordar a las personas la realidad que conocen, pero que tienen escondida detrás de su cerebro”, subraya su coreógrafo, Panos Malactos.
Adam persigue el lema feminista de que “lo personal es político”. Por ello, deja atrás la estructura clásica de introducción, nudo y desenlace, y se ayuda de las redes sociales para contar su propia historia de forma muy visceral y con gran crítica social.
“La función es el equivalente a estar deslizando tu Facebook mientras ves diferentes fragmentos de la realidad de otras personas”, comenta.
La obra muestra cómo dos de los personajes se conocen a través de una aplicación de citas gay, y, a los minutos de conversación, y antes de ni siquiera verse las caras, ya comienzan a hacer sexting y a mandarse fotos provocativas.
“Contraigo el abdomen y poso. Me voy construyendo según las normas de Grindr”, cuenta Jeo, el superhéroe que habla de género.
“TikTok es el nuevo Tinder. No paro de recibir fotopollas. #OdioALosHombres”, dice otra de las actrices, que opta por convertir sus desnudos en suscripciones y en dinero a través de un perfil en OnlyFans.
Adam pone sus focos en las redes sociales con el objetivo de entender de qué forma funcionan, para después deconstruirlas y ponerlas sobre un escenario. Lo que se muestra en la obra es el día a día de la generación Z y su relación tóxica con las redes sociales y la tecnología.
Para el director heleno, en redes sociales “es todo muy falso” porque no mostramos nuestra realidad al completo, sino que escogemos qué parte de nosotros queremos mostrar: la parte buena. Tanto el perfil de Adam como el de Malactos están copados de fotos de su cuerpo, e incluso desnudos.
Pero, como artistas performáticos, dependen de sus redes sociales para poder trabajar. De hecho, Malactos asegura que, de lo contrario, no las tendría. “Mucha gente, hasta que me conocen, tiene una imagen completamente diferente de quién soy por culpa de mi Instagram”, relata el coreógrafo.
Estar encerrados en nuestros hogares mermó nuestra salud mental y nos obligó a recluirnos en nuestras redes sociales para no sentirnos solos. Esa depresión interna, a juicio de Adam, no basta con tratarla en terapia, sino que es necesario trasladarla a los escenarios y a las calles.
Estamos tan acostumbrados a ver la vida pasar a través de una pantalla, que incluso en la obra se permite a la audiencia conectarse en vivo a un directo de Instagram en el momento más íntimo del guion. “Yo posteo en Instagram, luego existo”, diría ahora Descartes.
¿El resultado? La gente deja de prestar atención a la confesión traumática del protagonista, para poner emojis y ver su comentario reflejado en la pantalla, que a su vez no es más que un reflejo de la vida misma: mientras nos abrimos en canal, otros están distraídos con las pantallas y juegan a ponerse filtros en su cara.
Bajo el aturdimiento de los antidepresivos, los protagonistas bailan al ritmo de Britney Spears o la cortinilla de Pokémon para tratar de olvidar sus experiencias traumáticas internas. E incluso llegan a preguntar a Siri de qué trata esta función, con la esperanza de que la tecnología responda a todo aquello que no son capaces de comprender. Pero las máquinas no siempre tienen la respuesta.