¿Y si las pantallas fuesen la nueva pandemia de la ‘nueva normalidad’? ¿Son el enemigo silencioso que ataca a ricos y a pobres, aunque más a pobres que a ricos? La semana pasada, UNICEF –agencia de Naciones Unidas para defender a la infancia– explicó que la pandemia del SARS-CoV-2 ha golpeado la salud mental y física de los menores. En España, casi el 89 % de padres y madres consultados ha notado cambios en el estado emocional de sus hijos. Entre las principales causas destacaba el aburrimiento y falta de estímulos, la incomprensión de lo que está sucediendo, la desconexión con los amigos y… las pantallas, el uso excesivo de dispositivos electrónicos, especialmente teléfonos móviles, tabletas y ordenadores portátiles. De hecho, UNICEF ha pedido en otras ocasiones que se limite el tiempo de pantallas a los menores de 12 años a 90 minutos diarios.
En Levanta la cabeza hemos decidido dejar las pantallas un rato y ponernos a leer. Y no a un cualquiera, sino a Michel Desmurget, doctor en Neurociencia y director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud de Francia. Acaba de publicar 'La fábrica de cretinos digitales', editado en España por Península. Nos centraremos en la segunda parte de esta obra, la titulada Homo digitalis. La realidad: una inteligencia frenada y una salud en peligro, que trata sobre el uso que hacen los niños y los adolescentes de sus pantallas, la influencia de este consumo sobre el rendimiento escolar y el desarrollo intelectual y la salud.
Para empezar, Desmurget hace una advertencia: en estos momentos lo digital “se concibe como un tótem intocable de la modernidad” y a cualquiera que haga una crítica “se le tratará de rancio”. Por eso, quiere dejar claro que es innegable la contribución “tan extraordinariamente rica” que ha hecho lo digital en multitud de ámbitos, como, por ejemplo, la salud, las telecomunicaciones, la producción agrícola o la actividad industrial. “Pero la realidad global es otra, cargada de riesgos. Lo queramos ver o no”.
Lo importante de ‘La fábrica de cretinos digitales’ es que sus conclusiones se basan en centenares de estudios científicos, recopilados y analizados por el autor. Eso le permite afirmar que los dispositivos digitales afectan a cuatro pilares de nuestra identidad: el aspecto cognitivo, el emocional, el social y la salud. Desmurget ha unido todas esas piezas científicas.
Para este reportaje nos centraremos en el uso de las pantallas entre la población de 0 a 18 años. Según el neurocientífico, las pantallas influyen peligrosamente sobre el rendimiento escolar a través de la alteración del sueño. Y cuando las noches se alteran se produce un deterioro de la memoria, de la capacidad de aprendizaje y del funcionamiento intelectual diurno. También debilita el sistema inmunitario, lo que aumenta la probabilidad de que el niño enferme, y la maduración del cerebro. La falta de sueño es un factor importante para el desarrollo de la obesidad y reduce el tiempo dedicado a los deberes. Asume que no se puede echar la culpa de todo a las pantallas y que en el rendimiento escolar participan otros factores vinculados a la situación demográfica, social y familiar del menor.
¿Cuándo se produce un exceso digital? ¿A partir de qué tiempo el consumo de las pantallas para actividades de ocio empieza a tener un impacto negativo en el desarrollo? Explica el autor que para identificar con claridad las modalidades de consumo digital de una población “se necesitarían más rastreadores que para la COVID-19 o la instalación de programas de seguimiento en los dispositivos digitales, pero parece inviable. Lo que parece obvio es que cuanto antes se exponga a un niño a las pantallas, “más probabilidad habrá de que en un futuro haga de ellas un uso abundante y frecuente. Somos animales de costumbres, ocurre lo mismo con la alimentación o la lectura”.
Menores de 2 años.
Los menores de dos años –esboza el científico francés– dedican una media de cincuenta minutos al día a las pantallas. En el último decenio se ha mantenido esa media… “Puede parecer poca, supone el 10 % del tiempo que el niño está despierto y casi el 15 % de su tiempo libre, del tiempo del que dispone una vez que ha realizado las tareas obligatorias: comer, esperar a que lo vistan, lo bañen o le cambien el pañal. En estas actividades hay interacción social, comunicación emocional y lingüística. Por no hablar del tiempo de recreo o juego, donde la observación es clave”. Si sumamos los 50 minutos, al año se habrá pasado 600 horas frente a una pantalla luminosa, “lo que equivale aproximadamente a las tres cuartas partes de un curso de educación infantil”. Y si hablamos de lenguaje, ese niño se habrá perdido 200.000 frases, 850.000 palabras no oídas. “Y, además, solo la mitad de los progenitores declara estar presente siempre o la mayoría del tiempo”, explica Desmurget.
De 2 a 8 años.
El consumo digital en esta etapa aumenta hasta alcanzar las 2 horas y 45 minutos. En el último decenio ha crecido un 30 % este consumo. En un año, los niños y niñas dedican más de 1.000 horas a la actividad de ocio en pantalla. Los niños de ambientes desfavorecidos presentan un consumo digital mayor: 3 horas y media.
Aunque no aparece en ‘La fábrica de cretinos digitales’, cada vez son más los estudios que establecen que el uso (el mal uso, mejor dicho) de la tecnología afecta en mayor medida a los menores de familias más vulnerables socioeconómicamente. Un ejemplo, aunque se aleje del tema de las pantallas: “Quienes tienen menos recursos económicos se encontraron de manera accidental con material pornográfico en internet un 10 % más que quienes cuentan con mayores rentas”, según el último informe hecho público la semana pasada por Save the Children España.
Entre 8 y 12 años.
En la preadolescencia la necesidad de sueño disminuye poco más de hora y media al día. Por el consumo que hacen de los dispositivos digitales –4 horas y 45 minutos–, parece que la conquista de más horas la dedican “a los cacharritos con pantalla”. Este tiempo, tal y como dice el neurocientífico, supone casi un tercio de la vigilia. 1.700 horas al año. El preadolescente se encuentra en una situación de saturación digital: el 53 % dispone ya de su propia tableta, el 47 % tiene tele en su habitación y el 22 % una videoconsola, y el 24 % es dueño de un smartphone. De esas casi 5 horas dedicadas a las pantallas, el 85 % del tiempo se destina a contenido audiovisual (videojuegos) y el 8 % a redes sociales.
Entre los 13 y 18 años.
A la etapa adolescente Desmurget la denomina "tiempo de inundación”. El tiempo de exposición a las pantallas se debe sobre todo al teléfono móvil. El consumo de contenido digital aumenta hasta las 6 horas y 40 minutos. Es una cuarta parte del día y el 40 % del tiempo medio de vigilia. 2.400 horas al año. “Como en etapas anteriores, los hijos de entornos más desfavorecido pasan más tiempo frente a las pantallas que sus compañeros privilegiados. También hay diferencia por género. Ellas dedican más horas a redes sociales y ellos más a videojuegos”, comenta el autor.
Sobre el rendimiento académico, Desmurget echa mano de un estudio de 2018 en el que no solo se preguntaba a estudiantes de gestión empresarial por sus notas y el uso que hacen del smartphone. Con el consentimiento de los estudiantes, se instaló en sus teléfonos un programa espía que registró de manera objetiva y sin interferencias el tiempo de uso real del móvil. Además, los investigadores lograron que la Administración les facilitase los resultados de sus exámenes. Las conclusiones fueron “de una magnitud alarmante”. Para empezar, el estudio confirmó que los estudiantes pasaban mucho más tiempo manipulando su smartphone de lo que ellos mismos creían y que cuanto más minutos pasaban con su móvil, más disminuían sus resultados académicos. “Cada hora diaria que se regala al señor smartphone supone un retroceso de casi cuatro puestos en el escalafón de notas”, comenta Desmurget.
Sustrato alimenticio del cerebro
Ahora que se ha acelerado la digitalización de la enseñanza, motivada por la pandemia del SARS-CoV-2, Desmurget también se pregunta si la revolución de las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) en los colegios ha cumplido su promesas liberadoras: atajar el fracaso escolar, facilitar la igualdad de oportunidades, devolver el prestigio a los profesores… “Mucha gente parece confundir (a veces de forma voluntaria) el aprendizaje ‘de’ lo digital con el aprendizaje ‘a través de’ lo digital”, afirma. Desmurget admite que determinadas herramientas tecnológicas facilitan el trabajo del alumno, pero, al mismo tiempo, privan de facto al cerebro de una parte de su sustrato alimenticio. “Cuanto más dejamos en manos de la máquina una parte importante de nuestras actividades cognitivas, menos material encuentran nuestras neuronas para estructurarse, organizarse y conectarse”. Y pone un ejemplo, que una calculadora permita ganar tiempo a un alumno de último curso de secundaria no significa que de verdad pueda ayudar a un crío de primero de primaria a manejar los números, los entresijos del sistema decimal y el principio de la resta con llevadas. Y vuelve a tirar de estudios científicos: los niños que aprenden a escribir con un ordenador (con un teclado) experimentan más dificultades para memorizar y reconocer las letras que aquellos que aprenden con un lápiz y una hoja de papel, y tienen también más problemas para aprender a leer. “En definitiva, si lo que usted desea es dificultar al máximo el acceso de un niño al mundo de la escritura y, más tarde, al universo del éxito académico, le aconsejo que sea moderno y (como se dice hoy en día) progesista. Haga un gesto de ‘sentido común’ y olvídese de la pluma: en cuanto su hijo alcance la etapa de educación infantil, páselo directamente a Twitter y a los procesadores de texto”, ironiza el neurocientífico.
Un ordenador no enseña a pensar, no demuestra empatía
Para éste, todos los datos analizados sugieren que el actual movimiento en pro de la digitalización del sistema escolar responde más a una lógica económica que pedagógica. Lo lógico es que lo digital sea un recurso en manos de profesores cualificados para utilizarlo en proyecto pedagógicos específicos, cuando la realidad es que, en opinión de Desmurget, “lo digital es, ante todo, una vía para reducir los ingentes gastos en educación y convertir a los profesores en miembros de esa larga lista de especies en peligro de extinción”. Por eso no se fía de conceptos como “revolución educativa” o “tsunami didáctico”, que solo son “un revestimiento refinado de verborrea pedagógica”. Para concluir esta parte y defender la labor del profesor, Desmurget afina: “Un ordenador no enseña a pensar, tampoco es capaz de sonreír, acompañar, guiar, consolar, animar, estimular, tranquilizar, emocionar o demostrar empatía, elementos todos ellos fundamentales para la transmisión y el despertar del deseo de aprender”.
Vayamos a las recomendaciones del que también ejerce de director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia, y colaborador de la Universidad de California:
- Quite las pantallas y videoconsolas de la habitación de los niños y adolescentes.
- Retrase lo más posible el suministro de dispositivos digitales propios (smartphones, tabletas, ordenadores portátiles, etc.).
- Nada de contenidos inadecuados. Como mínimo, es recomendable respetar las recomendaciones por edades. Hable con sus hijos del riesgo de acceder a contenidos hiperviolentos, pornográficos o racistas.
- Los hábitos familiares influyen, el consumo de los menores crece a medida que lo hace también el de sus padres.
- Las pantallas deben utilizarse una cada vez. Cuanto más se someta un cerebro en proceso de desarrollo a la multitarea, más permeable será a la distracción.
- Hay que establecer límites. Siendo permisivo o autoritario se consigue menos que siendo persuasivo. La restricción no es un castigo arbitrario, es una exigencia positiva. Explicar el por qué de las normas restrictivas reduce el tiempo de uso.
- Nada de pantallas antes de ir al colegio y nada de pantallas al acostarse.
- Nada de mantener la tele encendida si no hay nadie viéndola.
- Los deberes se hacen con el móvil apagado en otra habitación.
Ponerse a vivir
Para acabar esta exploración de ‘La fábrica de cretinos digitales’, una anécdota que recuerda Desmurget entre sus páginas: La periodista Susan Maushart experimentó de primera mano ese poder prescriptivo del vacío el día en que decidió desconectar del mundo digital a sus tres adolescentes. Sin dispositivos, primero se revolvieron pero luego acabaron adaptándose, tocando el saxo, cocinando, sacando la perro, durmiendo más, comiendo en familia, “en definitiva se pusieron (de nuevo) a vivir”.
[Ah, el libro tiene 1.082 referencias bibliográficas. Un lujo].