Los años se acaban en verano. Estas Navidades, cuando Nacho Cano y Maryan Frutos tocaban ‘Un año más’ en la Puerta del Sol, en realidad no había terminado nada. No hay diferencia entre el 31 de diciembre y el 1 de enero, salvo una gigantesca campaña de marketing. Sin embargo, en verano, que es cuando no hay aspiraciones, el cambio y el paso del tiempo le pillan a uno a contrapié. Basta un momento de contemplación, de esos que dejan las corazas fuera, y una foto, o un cigarrillo, o la tercera copa, o a veces todas a la vez para que la vida haya cambiado.

Yo es algo que noto en Instagram, que llega la Nochebuena y la Nochevieja y todo son fotos familiares, de marisco, de jamón, de jerseys rojos y gordísimos, de recién nacidos recibiendo sus primeros regalos. Es uno de esos momentos en los que los jóvenes, movidos por unas fuerzas ocultas muy raras, sentimos que tenemos que dar testimonio de que seguimos ahí. Hay una especie de expectativa que nos obliga a compartir que estamos vivos y que lo estamos viviendo como el resto, sobre todo para ese 21% que está en riesgo de convertirse en adicto al móvil y desarrollar fobia a estar sin ellos.

Pero en verano todo el mundo se dispersa, especialmente en la veintena. Los que van de voluntariado, los que van de festival, los que van a Galicia. Cada uno va a su bola y es ahí cuando tener móvil mola y su uso nos acerca a los demás. Porque está el colega que te manda un audio a las dos de la mañana con la canción que os une y la chica con la que quizás ocurre algo que te manda una foto del atardecer. El móvil se convierte en julio y agosto en una ventana a través de la que ver los planes, y gracias a ellos, cómo ha cambiado el entorno.

En mi caso sucede que alterno semanas de subir mil fotos y llamar a todo el mundo con otras, cuando encuentro un amor de verano, o doy con un buen libro, o nos vamos en familia unos días a Conil, en las que estoy fuerísima. Es el único momento del año en el que tengo tiempo para perderlo y para perderme. Porque en verano, y aquí es donde está la magia, nadie o casi nadie te espera. Mientras que las Navidades son comunes y hay que escribir por Whatsapp a todo hijo de vecino, el verano es de cada uno.

Y por primera vez en mis veinticinco años llegan estas fechas y no tengo absolutamente nada preparado. La pandemia, tío, que es un aborto de cualquier tipo de futuro planeado. Por lo pronto voy a inaugurar un ritual que es el de tomar las doce uvas en agosto, viendo el atardecer en bañador y con una sudadera, para celebrar que ahora, por fin, este año horrible ha terminado. Porque prefiero una Nochevieja con puesta de sol que en la Puerta del Sol.

Llamaré a mis abuelos, que en ese momento no esperarán la llamada, y les hará ilusión de verdad que hablemos un rato; propondré ir a cenar a mi hermano y mis padres, que en ese momento no sentirán que estemos celebrando nada, y comeremos en un chiringuito de esos en los que el mantel es de papel, y la temperatura será tan buena, y el ambiente tan relajado, y tendremos los dedos tan pringados fritura, que pasaremos un rato en familia de verdad, sin la presión de ver qué especial de televisión ponemos; y luego liaré a un par de amigos para ir a echar unas copas por el paseo marítimo, que en ese momento no sentirán la necesidad de ponerse guapos y elegantes, y uno vendrá con camisa hawaiana, y el otro, que en realidad está cansado, preferirá la caña a la copa porque no estará mucho rato, aunque luego se quedará a cerrar el bar y será él quien abra el melón con el grupo de madrileñas que parecen tener tan poco plan como nosotros y con las que echaremos la última y nos daremos los números para ver si volvemos a quedar; y ahí el año de verdad se habrá acabado, porque volveré a casa con el puntillo, sin nadie por las calles y sin recordar que por alguna extraña ley debería llevar la mascarilla en ese desierto nocturno de hormigón y farolas, mientras busco a alguien con quien recrear la historia que canta Pepín Tre en ‘Paréntesis’ como homenaje a Javier Krahe.

A la mañana siguiente, la primera de 2021, me alegraré al ver en Instagram que mi noche de ayer fue una más entre muchas. Cuando baje a comprar el periódico para mi padre, con el primer cigarro del día, celebraré la vuelta a la normalidad cogiendo el móvil, auriculares, y susurrando como una oración aquello de que a los que ya no están les echaremos mucho de menos y que a ver si espabilamos los que estamos vivos, que ya es verano.

Para acabar, estos son mis cinco propósitos para el 'año nuevo':

Fuera Whatsapp los fines de semana. Se lo escuché a un escritor y me pareció buena idea: aprovechar los fines de semana para ir al grano y no dedicarle tantísimo tiempo a organizar cosas. Imagino que al final, por quitarme Whatsapp, acabaré enviando SMS, pero por probar.

Dejar de vez en cuando el móvil en casa. Hay planes para los que no necesito el móvil: ir al cine, a correr o a cenar. Y siempre termino llevando el móvil para escuchar música en el camino, que me encanta. Ahora toca aprender a dejarlo descansar de vez en cuando.

Currarme una buena galería de fotos. En ‘Smoke’ (Wayne Wang, 1995) el personaje interpretado por Harvey Keitel hace siempre una foto en el mismo lugar, a la misma hora, todos los días. Hay un momento en el que saca sus álbumes de fotos y las muestra. Me parece una buena forma de dignificar la galería del teléfono, repleta de memes, selfies cutres y capturas de pantalla hechas sin querer.

Comprarme una radiodespertador. Durante la carrera de Periodismo, en la asignatura de Radio, desempolvé una radiodespertador que tenía para escuchar los boletines informativos todas las mañanas, cuando programaba la alarma. Ahora lo primero que hago es mirar quién me ha escrito y eso puede esperar, al menos, al primer café.

Descansar de una red social cada semana. Cuando vi en Netflix ‘El dilema de las redes sociales’ (Jeff Orlowski, 2020) hice lo que la mayoría: fuera Twitter, Instagram y demás, que no quiero que me controlen. Pero la realidad es que me duró apenas una semana, así que este año quiero probar a estar sin una red social cada semana y mantener las demás.

[El autor es Dani Dols, periodista del área de creación de contenidos de la empresa de transformación Prodigioso Volcán]