“Vivimos en plena aceleración tecnológica. El ciberespacio es el nuevo territorio geoestratégico; Internet es la infraestructura donde se construye nuestra cotidianidad y hemos elevado las redes sociales a la categoría de nueva plaza pública (…) Estamos convencidos de que el mundo está a nuestro alcance, pero sin darnos cuenta, muchas veces, de que se trata de un mundo filtrado algorítmicamente y que nos faltan herramientas para ordenar tanto dato, para discernir la calidad y veracidad de tanta información (…) Vivimos en un tiempo caracterizado por un creciente desencanto y por la desconfianza en las instituciones gubernamentales”. Estos retazos de una reflexión más amplia, realizada al alimón en abril de 2020 por el catedrático de Filosofía Daniel Innerarity y la investigadora Carme Colomina en la revista CIBOD d’Afers Internacionals, adquieren seis meses después aún más vigencia. Con una pandemia azotando a latigazos la salud pública de grandes áreas del planeta, la realidad lanza cada vez más señales peligrosas de que en este contexto gobiernos y gigantes tecnológicos están aprovechando la presencia del virus para ejercer un mayor control ¿Está en peligro la libertad en internet? ¿Es el coronavirus la excusa para incrementar la vigilancia? ¿Seremos capaces de discernir en esta infodemia los contenidos de calidad? ¿Es la desinformación una de las principales amenazas para la democracia?
El historiador Yuval Noah Harari, autor del superventas Sapiens, también tiene miedo. “Estamos viendo que la epidemia está acelerando, y magnificando, el problema de legitimar las tecnologías de vigilancia masiva”. En una entrevista que publica El Confidencial, Harari asegura que es “la primera vez en la historia de la humanidad que puedes seguir a todo el mundo todo el tiempo y reunir y analizar tantos datos de cada individuo que entiendes a esa persona mejor de lo que ella se comprende a sí misma. (…) Si no vamos con cuidado, esto puede ser el origen del peor sistema totalitario que haya existido jamás. Nuestra libertad está seriamente amenazada. No estoy en contra de las nuevas tecnologías, no estoy en contra de la vigilancia. Tenemos que utilizarla para luchar contra la pandemia. Pero todos los datos que se recolecten deberían estar en manos de autoridades sanitarias especiales y no de la policía o las grandes corporaciones”.
Y es que la realidad está llena de ejemplos. La semana pasada se conoció que la app española de rastreo de contactos RadarCovid tenía una brecha de seguridad que permitía a Amazon tener acceso a los usuarios que declaraban su positivo en coronavirus a través de la aplicación. ¿Por qué? Como la subida al servidor de esa información se hace con un software de la compañía norteamericana, Amazon también podía comprobar qué móviles mandaban esos positivos. El fallo se solucionó a principios de octubre.
En este tiempo de desconfianza ha llegado el documental ‘El dilema de las redes sociales’. La producción de Netflix nos dice a la cara que el poder de los algoritmos y la inteligencia artificial (IA) en manos de empresas que solo buscan su propio beneficio nos ha convertido en peleles. El que no lo sabía, lo imaginaba. Y el que no lo imaginaba vivía en otro mundo o le daba igual. Como explicaba recientemente un artículo publicado por OdiseIA, la plataforma española que lucha por una IA más justa, ética e inclusiva, “la tecnología que nos conecta también nos controla, manipula, polariza, distrae, monetiza y divide”. El uso abusivo de las pantallas afecta a nuestra salud mental y las campañas de desinformación pueden llegar a condicionar nuestro voto y nuestras decisiones. Pero a la vez, la revolución tecnológica y el uso responsable de las herramientas más innovadoras crea oportunidades, contribuye al bienestar del ser humano y puede ayudar a una prosperidad compartida. Estamos ante tantos dilemas…
Pulseras y drones vigilantes
El pasado 14 de octubre, Lauren Kilgour, investigadora de la Universidad de Cornell (EE. UU.), se preguntaba en la revista del Massachusetts Institute of Technology (MIT) si la pandemia no estaba siendo utilizada por muchos gobiernos para aumentar la vigilancia progresiva de los ciudadanos. Ponía el ejemplo de las pulseras y tobilleras de control telemático colocadas a presos de EE. UU. y Australia. Lo que en principio era una medida para saber la ubicación del recluso se estaba utilizando también para hacer cumplir las órdenes de cuarentena frente al SARS-CoV-2. Kilgour aseguraba que estos dispositivos suponen una carga económica porque los gastos de uso corren a cargo de los propios portadores, provocan molestias físicas y un estigma social, suelen tener fallos técnicos que complican aún más la vida de esas personas… “Se trata de una tendencia preocupante que no deberíamos permitir avanzar sin un análisis previo”, explica la experta norteamericana. En EE. UU. más de 125.000 personas son monitorizadas con estos grilletes electrónicos. Y en el mundo, tras la llegada del coronavirus, su utilización ha aumentado un 30 %.
Otro ejemplo. La última idea de Amazon, un dron para grabar el interior de tu casa, ha creado desconcierto y preocupación. Su nombre es Ring Always Home Cam, un pequeño dispositivo que despega de su base de carga y sobrevuela los rincones de tu vivienda grabando todo lo que observa y enviando las imágenes al dispositivo que elija su dueño. El gigante tecnológico asegura que este dron es una medida de seguridad adicional pero cómo garantizar la privacidad de esa información y cómo asegurar que esas grabaciones no acaban donde no deben. En 2019 grabaciones de las cámaras Ring de Amazon fueron a parar a una empresa ucraniana y compartidas con cientos de cuerpos de policía estadounidenses sin permiso de sus dueños. Por no hablar de la videovigilancia con técnicas de reconocimiento facial, tecnología sobre la que ya hemos hablado más de una vez en Levanta la cabeza.
¿Peligra la libertad en Internet?
Según el informe Libertad en la Red 2020, de la organización Freedom House, la pandemia está alimentando la represión digital en todo el mundo. En un mundo donde la conectividad es necesaria y muchas actividades humanas (comercio, educación, atención médica, socialización, etc.) se han tornado digitales, “los actores estatales y no estatales en muchos países están aprovechando las oportunidades creadas por la pandemia para dar forma a las narrativas online, censurar el discurso crítico y construir nuevos sistemas tecnológicos de control social”. La libertad global de Internet es hoy mucho menor que hace un año.
Freedom House explica tres tendencias contrarias a esta libertad que se están normalizando en muchos países: la limitación del acceso a la información y bloqueo de sitios de noticias independientes, el despliegue de nuevas tecnologías –antes consideradas demasiado intrusivas– con la excusa de la pandemia que han recopilado y analizado datos privados e íntimos sin apenas protección, y la imposición de regulaciones que restringen el flujo de información.
Hay que decir que los autores se refieren, sobre todo a países emergentes o en vías de desarrollo. Las mayores disminuciones de libertad e interrupciones del servicio de internet se produjeron en Myanmar, Kirguistán, India, Ecuador y Nigeria. Al mismo tiempo, otros países como Sudán o Ucrania han experimentado importantes mejoras. Por sexto año consecutivo, China experimentaba las peores condiciones para la libertad en Internet junto con Irán, Siria, Vietnam, Cuba, Arabia Saudí, Pakistán y Egipto, mientras Islandia volvía a ser el país mejor colocado entre los defensores de la libertad digital. España no es uno de los países analizados por Freedom House.
En el informe se ha analizado la libertad en internet en 65 países, que representan el 87 % de los usuarios de la red en el mundo, entre los meses de junio de 2019 y mayo de 2020. Un grupo de setenta analistas puntúa el índice de libertad estudiando 21 indicadores relacionados con los obstáculos para acceder a internet. Según sus resultados, solo un 20 % de los países disponen de un internet libre, un 32 % ofrece una libertad parcial y un 35 % no ofrece libertad a sus usuarios.
Lo más preocupante es que de los 3.800 millones de personas con acceso a la Red en 2019, el 73 % vivían en países que detienen a personas por publicar contenido social, político o religioso y un 47 % reside en lugares donde las autoridades desconectan internet y las redes móviles.
El tratamiento de los datos
Las críticas no se dirigen solo hace administraciones públicas y gobiernos. Las grandes corporaciones tecnológicas también están en el punto de mira, por sus tejemanejes, sobre todo con los datos personales. A mediados de octubre se conoció que Facebook diseñó cambios en sus algoritmos de suministro de noticias para reducir la visibilidad de las webs de tendencia izquierdista. Ocurrió en 2017 y lo desveló la publicación The Verge citando distintas informaciones de The Wall Street Journal.
En la Unión Europea, el Comisionado de Protección de Datos de Irlanda está investigando a Instagram –red social que, como Facebook, es propiedad de Mark Zuckerberg– por su manejo de los datos personales de los menores de edad. Supuestamente, la plataforma estaría permitiendo que direcciones de correo electrónico y números de teléfonos se hagan públicos. El tema de la privacidad de los datos íntimos de los menores también ha tocado a YouTube, la web para compartir vídeos que tiene más de 2.000 millones de usuarios en todo el mundo. El pasado 13 de septiembre, la británica BBC publicó que la plataforma de Google se enfrentaba a una demanda judicial por la recopilación de datos de niños menores de 13 años sin su consentimiento.
Últimamente, los gigantes tecnológicos observan desconcertados como las leyes europeas son mucho más garantistas respecto a los derechos humanos y los datos privados que otras legislaciones, incluida la de EE. UU. De hecho, a lo largo de este año ha habido cantos de sirenas –amenazas, lo llamarían otros– sobre una supuesta estampida de Facebook de territorio europeo si le prohíben la transferencia de datos entre Europa y EE. UU. Al final, parece que esas amenazas se han quedado en nada.
En declaraciones a Levanta la cabeza, la secretaria de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial, Carme Artigas, aseguró que "Europa es un mercado demasiado importante como para plantearse salir de él, de forma que considero que se acabarán adaptando tal y como ha sucedido, por ejemplo, con la implantación de la GDPR (el Reglamento General de Protección de Datos de la UE). Las grandes compañías deben ser capaces de adaptarse a los marcos normativos que se establecen, a fin de cuentas porque esos marcos los fijan los representantes públicos que la ciudadanía elige tener, y por lo tanto es la voluntad popular la que rige tras esas decisiones".